LA DESTRUCCIÓN CREATIVA DEL VINO CHILENO

Publicado el 04 noviembre 2025 Por Vladimir Veliz, fundador de CanaldelVino.TV

Vladimir Veliz, fundador de CanaldelVino.TV, reflexiona sobre la necesidad de innovar en el vino chileno, no como negación de la tradición, sino para podar a tiempo.

 

Entre titulares de economía y política, una noticia me llamó la atención. Tres investigadores recibieron el Premio Nobel de Economía 2025 por sus estudios sobre el crecimiento impulsado por la innovación. Esa noticia me recordó una idea formulada hace casi un siglo por Joseph Schumpeter: la “destrucción creativa”. Planteaba que las sociedades no progresan acumulando lo mismo, sino atreviéndose a sustituir lo obsoleto por lo nuevo.

En el vino chileno, esa lógica no solo es económica: es emocional. Somos una industria que ama su pasado, pero a veces teme soltarlo. Y, como en la viña, sin poda no hay fruto nuevo.

Hoy esa tensión entre lo viejo y lo nuevo tiene una frontera inédita: la tecnología. La inteligencia artificial ya comienza a tocar el mundo del vino, no para reemplazar su alma, sino para amplificarla.

Cuando leí la noticia, sentí un eco cercano. Llevo 20 años dedicado al vino chileno, observando cómo este sector —tan admirable, tan lleno de historia— vive atrapado entre su esplendor pasado y su desconcierto presente. Pensé que aquella “destrucción creativa” describía perfectamente el momento que enfrenta nuestra industria: un punto de inflexión donde la tradición, ese patrimonio que amamos, se encuentra cara a cara con la urgencia del cambio.

El vino chileno ama su pasado. Esa herencia, nacida en manos de la aristocracia, lo convirtió en símbolo de elegancia y refinamiento europeo. Pero toda virtud puede ser también una trampa. Durante más de un siglo, las grandes familias vitivinícolas construyeron un modelo exitoso: exportar calidad, preservar linaje, mantener el relato de la “nobleza de la tierra”. Chile fue reconocido en el mundo por su consistencia, por su excelencia técnica. Pero el éxito de ayer ya no garantiza el mañana.

El mercado cambió. Los consumidores no buscan solo prestigio: buscan autenticidad, sostenibilidad y conexión emocional. Los jóvenes —ese público que definirá el futuro— están transformando su relación con el alcohol y con las formas de encuentro social. Muchos están redefiniendo su vínculo con el consumo: algunos optan por beber menos o nada, impulsados por la salud mental, el deporte o la conciencia ambiental; otros simplemente buscan nuevas formas de escape y conexión.

En todos los casos, el cambio es cultural: el placer ya no se mide solo en copas, sino en experiencias que conectan. El desafío no es vender más, sino cautivar a una generación que ya no se reconoce en los viejos códigos.

A eso se suma un temor más profundo y humano: el de equivocarse. “No quiero perder, no quiero hacer el ridículo”, me dijo una vez un gerente. Ese sentimiento —comprensible, pero paralizante— frena la innovación tanto como el riesgo económico o el juicio social.

Por supuesto, muchas viñas están intentando moverse —apostando por vinos de menor graduación, espumantes, formatos más livianos o nuevas expresiones sensoriales— y ese esfuerzo merece reconocimiento. Pero todavía falta que esa búsqueda se convierta en una cultura compartida, donde el cambio no sea una estrategia de nicho, sino un pulso colectivo.

Ese miedo invisible es hoy el mayor obstáculo para la evolución del vino chileno.

Mientras tanto, en las barras, restaurantes y redes sociales del mundo, algo se mueve. Crecen los vinos naturales, los proyectos pequeños, las etiquetas con historia humana. El vino dejó de ser solo un símbolo de sofisticación para convertirse en un lenguaje de identidad y creatividad. Los consumidores jóvenes no quieren ser enseñados, quieren participar. No buscan escuchar al experto que dicta, sino conversar con quien comparte. La experiencia sensorial se volvió interactiva, digital, colectiva. El vino compite hoy con las narrativas del instante, con la música, los viajes, las emociones compartidas.

El nuevo consumidor busca participar, no ser enseñado.

En este nuevo escenario, la pregunta no es si el vino chileno tiene calidad —eso está fuera de duda—, sino si tiene adaptabilidad. Innovar no es negar la tradición: es podarla a tiempo.

La destrucción creativa no significa arrasar con la historia, sino permitir que el sistema se regenere. Es como la poda en la vid: eliminar lo que ya no da fruto para dejar espacio al brote nuevo. Hace algunos años la industria habló de “atreverse a despeinarse”. Se avanzó algo: aparecieron proyectos jóvenes, se modernizó la estética, se diversificaron estilos. Pero el tiempo no se detiene. El nuevo desafío ya no es el marketing ni la rebeldía estética, sino la tecnología y la inteligencia artificial.

Hoy, la verdadera frontera está en cómo usamos la inteligencia artificial para conocer a quienes se acercan al vino con curiosidad y emoción, educarlos, inspirarlos y construir comunidad. El cambio que viene no está en la copa, sino en la mente digital del vino.

En distintas partes del mundo, comienzan a surgir proyectos que buscan humanizar la tecnología y conectar la innovación con la emoción. Herramientas que interpretan gustos, acompañan el aprendizaje sensorial o traducen el lenguaje técnico del vino al lenguaje de quienes lo viven como experiencia, no como consumo.

El vino no tiene consumidores, tiene amantes. Personas que no solo beben, sino que buscan comprender, sentir y compartir.

Tradición y tecnología: complemento, no reemplazo

 

SommIA es uno de esos proyectos que nace en Chile. Se trata de un sommelier virtual desarrollado con inteligencia artificial, diseñado para guiar al amante del vino, responder sus dudas y enseñarle a disfrutar el vino desde la emoción y el conocimiento. En ese sentido, “SommIA” no es el fin de una era, sino la evidencia de que el vino puede dialogar con el futuro sin perder su alma. Es una muestra de que la tecnología, usada con propósito, puede volver al vino más humano, no más frío.

Otros ejemplos son: Aivin (Francia), Pocket Sommelier (Japón) y Magnolia (Argentina). Estos proyectos, cada uno desde su enfoque, reflejan cómo la inteligencia artificial empieza a traducir el lenguaje técnico del vino en experiencias sensoriales accesibles.

El vino chileno necesita ese proceso natural de renovación. No un golpe, sino una evolución guiada por curiosidad, datos y propósito.

Qué podar:

  • Comunicación unidireccional y lenguaje técnico.
  • Códigos aristocráticos que alejan nuevas audiencias.
  • Miedo al error y al “qué dirán”.

Qué injertar:

  • Experiencias híbridas (catas-juego, maridajes emocionales).
  • Contenidos cortos con historias reales y llamados a la acción.
  • Tecnología accesible que democratice el conocimiento del vino.

Qué sistemas cultivar:

  • Escuchar a las personas que aman el vino: qué busca, qué siente, qué necesita aprender.
  • Experimentar sin miedo: probar ideas nuevas, medir resultados, ajustar rápido.
  • Formar equipos que conversan, no que instruyen.

La poda como promesa de un nuevo fruto.

El vino chileno, como cultura y como industria, está viviendo su propia poda. El futuro no pertenece a las viñas más grandes, sino a las más ágiles, las que se atrevan a podar.

En este nuevo ciclo, las viñas que aprendan a usar los datos, las plataformas y la automatización no perderán su alma; al contrario, podrán amplificarla.

La inteligencia artificial no reemplazará al sommelier ni al comunicador, pero sí ampliará su voz. Permitirá traducir la pasión del vino a lenguajes nuevos, accesibles y universales. Eso, precisamente, es la destrucción creativa en acción aplicada al vino. No se trata solo de nuevos productos, sino de nuevas mentalidades.

Las viñas no cambiarán porque alguien diseñe un plan estratégico, sino porque sus personas —desde el dueño hasta el enoturista— vivan un cambio interior. El verdadero salto está en comprender que la innovación no es un acto técnico, sino un proceso humano.

Cambiar no significa perder identidad, sino ampliarla; permitir que lo nuevo llegue no amenace lo que somos, sino que lo enriquece. Así como el vino se transforma en la barrica, la industria también puede transformarse al contacto con nuevas ideas. No debemos cerrar la mente o detener el proceso antes de que madure. O dicho en palabras del vino: toda innovación necesita su tiempo de fermentación.

Un nuevo amanecer para el vino chileno.

Los viejos modelos de comunicación, las jerarquías simbólicas, los mercados previsibles… están quedando atrás. Y eso está bien. Porque en esa aparente pérdida hay una posibilidad inmensa de renacimiento.

No se trata de elegir entre tradición o innovación, sino de encontrar la alquimia que los une.

La destrucción creativa no es el fin del vino chileno, sino su próxima vendimia: un llamado a soltar el miedo y reimaginar la tradición con propósito. Porque el futuro del vino no se escribe en las barricas ni en los laboratorios. Se escribe en la mente de quienes entienden que la innovación también es un acto de amor.

Opinar sobre el vino no es romper con él, es amarlo lo suficiente como para desear que evolucione.  La crítica, bien entendida, también es una forma de cuidado.

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2 comentarios

  1. CARMEN PAZ RAVANAL dijo:

    Excelente artículo , me encantó y totalmente cierto .

  2. Muy buen articulo Vladimir! muy acertado todos los puntos.